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domingo, 13 de mayo de 2012

Barbacoa.

-6-

       – Joder...
       – ¡ Cállate y dispara, Taylor!
       Un reguero de personas iba entrando a la estación, y avanzaban hacia el grupo llevando un paso lento y pesado, andando como si los pies les pesaran varios kilos más de lo normal. Mujeres, hombres... incluso niños. Se movían como si no fueran conscientes de lo que hacían, con la mirada perdida y los brazos colgando.
       Muchos de ellos presentaban heridas por las que cualquier persona normal hubiera muerto. Teo se fijó en los primeros del grupo; una señora obesa sin ropa encabezaba la contienda, con los pechos colgando cerca del estómago y su sexo cubierto por pliegues de grasa; un jóven con una gorra de beisbol y una herida en el brazo desde la que se podía observar el hueso; una chica, tan atrevida como para combinar unos pantalones amarillos con una camisa del mismo color, con una barra de metal atravesándole el pecho y por último un hombre de unos cuarenta años de edad, cuya cabeza colgaba hacia atrás en un ángulo casi imposible.
       Tras ellos, más de lo mismo. El sonido de las armas automáticas inundó la sala, rebotando en las paredes y haciendo que Cassie, Matt y Eli se llevaran las manos a la orejas. Todos menos Teo y los dos soldados estaban aterrados por la horrible visión que se extendía ante ellos. Teo en cambio veía una cosa muy distinta. Veía una historia. Veía un libro. Veía a una editorial dándole el visto bueno a uno de sus manuscritos. Se sintió mal por pensar en eso, cuando quizá la vida de todos corriera peligro, pero que le publicaran un libro era su sueño. Se dedicó a observar cada detalle, cada herida, cada bala atravesando la piel de esas personas, y a memorizarlas para posteriormente plasmarlas con todo lujo de detalles en una hoja en blanco. Pero eso no ocurriría si eran "merendados", como había dicho Taylor. Y aunque pareciera que no, morir le preocupaba.
       El reguero de personas cesó, pero Jackson y Taylor no habían conseguido detener el lento avance de los que se encontraban ya dentro. Las balas parecían no tener efecto, y solo derribaron a dos de los más de veinte que se reunían ya en la estación. No quedaba mucho para que el grupo alcanzara su posición.
       – Taylor, ¡cambio de planes! –gritó Jackson, pero Taylor no lo escuchó– ¡Taylor joder! ¡Lanzales una maldita granada a esos hijos de puta! –Taylor seguía a lo suyo–. Maldito imbécil...
       Jackson se puso en pie, y dirigiéndose a Teo, que era el que más cerca estaba de su posición, le ordenó:
       – Tú, lleva a esta gente a la vía, y que se tapen los oídos. Vamos a volar a esos zumbados.
       Jackson había heredado las formas de su padre, un condecorado militar cuya facilidad para manejar a sus tropas encandilaba a su excesivo uso de insultos e improperios. Teo obedeció las ordenes del soldado, y los demás le siguieron sin rechistar, aliviados por no tener que seguir cerca de esa insólita congregación. Jackson se acercó a Taylor, que seguía disparando, y le dió una colleja. La señora gorda con los pechos al aire estaba a menos de diez metros de ellos.
       – Tu, imbécil, vuela a esos cabrones.
       – ¡¿Que?! –dijo Taylor sacandose un tapón del oído derecho.
       – Joder. ¡Que me des una puta granada y te pongas a cubierto! –bramó Jackson, señalando la vía.
       – Tampoco hace falta ponerse así, hombre.
       Taylor tendió a Jackson una granada de fragmentación, y corrió hacía la vía. Después bajó de un salto y se apretó contra la pared, junto a los demás.
       Jackson quitó la anilla de seguridad de la granada y la lanzó como si de una partida de bolos se tratase. El artefacto rodó bajo decenas de pies mientras el soldado corría hacia la seguridad que le otorgaría el cambio de altura entre el andén y la vía ante la onda expansiva de la explosión.
       La detonación no se hizo esperar, y el edificio entero fué sacudido por la explosión. Churrascos de carne ardiendo comenzaron a gotear por la zona. Pies, manos, dedos, incluso alguna cabeza; todas cercenadas caían como si se trataran de gotas de agua. Afortunadamente ninguna fue a parar sobre Teo, Jackson y compañía, pero muchos apartaron la mirada de los ardientes fragmentos.
       – Esperad aquí –dijo Jackson subiendo de nuevo al andén– Si queda algún hijoputa de esos con vida        pienso merendarmelo.
       Varios disparos más tronaron por la estancia, cada uno de ellos seguido por algún improperio del enfadado soldado. El agradable olor a carne a la brasa comenzó a inundar la sala.
       – Ya podéis subir, pero si tenéis el estómago débil mejor no miréis, esto es una carnicería –gritó Jackson desde arriba.
       Entre Taylor y Teo ayudaron al resto a subir, y luego lo hicieron ellos. Matt vomitó en cuanto vislumbró la brutal escena. Eli aguantó las náuseas hasta ver como Matt regurgitaba el desayuno de esa mañana, entonces ella también devolvió un café con leche, tres tiras de bacon y un huevo frito. Ethan apartó la mirada y susurro algo por lo bajo. Cassie se llevó la mano  a la boca, pero internet y los seminarios de enfermería a los que asistía desde hace dos meses se habían ocupado de que no sintiera miedo o asco por la matanza que se extendía ante ella. Y sobre ella. Y alrededor de ella. Trozos de carne pegados por todas las paredes, acompañados por sangre y vísceras, adornaban la mayor parte de la estación.
       Teo vislumbró pronto donde había estallado la granada, ya que la zona estaba ennegrecida por la explosión. Alrededor de ella se extendían los cadaveres de al menos una veintena de personas. algunas aún seguían sorprendentemente vivas. Una chica de pelo negro se arrastraba con la ayuda de la única mano que le quedaba, a pesar de que de cintura para abajo todo había sido cercenado. A Teo le recordó a un subrayador rojo, por el reguero de sangre que iba dejando tras de sí. Cerca de ella un niño de unos doce años se mantenía quieto sobre su única pierna, y unos metros más allá un joven caminaba con las tripas arrastrando por el suelo. Vio a varios más arrastrándose, pero Jackson se encargaba de endosarles las balas que fueran necesarias en lo que les quedara de cuerpo para frenar su avance.
       – Santo cielo... Esto no es humano. Esa chica debería estar muerta... –musitó Cassie refiriéndose a la joven que se arrastraba con una sola mano.
       – ¿Podemos salir de aquí? –preguntó Ethan, si levantar la mirada de sus zapatos.
       – Si, por favor –suplicó Matt entre arcada y arcada.
       – Fuera todo está igual o peor –dijo Taylor.
       – Pero no podemos quedarnos aquí –insistió Ethan.
       – El chaval tiene razón –dijo Jackson, acercandose al grupo–. Es un callejón sin salida, si esos cabrones vienen de nuevo no podremos hacer salchichas con ellos otra vez, no tenemos más granadas.
       – Y a mi casi no me queda munición –añadió Taylor. Jackson comprobó que él tampoco iba sobrado, solo un cargador.
       – ¿Pero adónde vamos a ir? Si decís que fuera hay más como estos... –dijo Teo.
       – Si, pero son lentos. Si no consiguen acorralarnos no podrán alcanzarnos, y no creo que esas putas bestias tengan la capacidad de razonar –dijo Jackosn–. Pero aún queda la cuestión de a dónde ir.
       – El ejercito debe haber creado zonas seguras, para refugiar a los ciudadanos ¿no? –preguntó Teo.
       – Si, supongo, pero estamos en el barrio más jodido de la ciudad.Si hay algún punto seguro lo habrán puesto en el parque Triggels o cerca del ayuntamiento –respondió Taylor.
       – Lo más cerca es el ayuntamiento, y está a unos cuarenta minutos andando –intervino Cassie.
       – Con esos putos locos por ahí y nosotros casi sin munición no creo que sea una buena idea caminar tanto –apuntó Jackson.
       – Yo conozco a alguien –dijo Eli, que había acabado de vomitar y se limpiaba la boca con un pañuelo de color gris. Todos la miraron–. Es un viejo amigo. Vive en un edificio cerca de aquí, a unos cinco minutos.
       – ¿En que planta? –preguntó Jackson.
       – En la tercera, creo. O quizá en la cuarta... –dudó Eli–. No, definitivamente en la tercera.
       – Perfecto, así aunque venga un grupo tan numeroso como esta vez tenemos la ventaja de la posición. Podríamos hacer como los putos espartanos en las Termopilas, y yo sería el maldito Leónidas –dijo Jackson con una sonrisa en la cara.
       – ¿Decidido pues? –preguntó Teo.
       – Si, joder, salgamos de aquí. Este olor me está abriendo el apetito.

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